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Sucu La Lenta: ¿Por qué las plantas no pueden votar?

Por: Sucu La Lenta

Mi padre siempre me decía: “Sucu, tu problema es que erís lenta de entendederas. Así que vas a tener que poner más ojo, porque tus tiempos arrastran sin piedad a lo lentos”. Como uno confía en sus padres más que en Dios o los superhéroes, no pocos cuestionamientos me generaron sus palabras. 

Si mi padre, en estricto rigor, se movía durante el día tanto como yo en el vivero donde me crié, ¿por qué la lentitud solo me correspondía a mí? ¿Hacia dónde me arrastraría? ¿Qué diferencia había entre mis tiempos y los de mis padres? ¿Una perspectiva o focalización visual, si era tan importante poner ojo? Y otra que me obsesiona hasta ahora: ¿Qué mierda era una “entendedera”?

Tal vez mi padre tuviera razón, aunque eso no importe tanto ahora. Sigo cuestionándome, aún a costa de haberme arrancado una a una mis espinas en el intento. No he encontrado, por supuesto, más que un atisbo de respuesta para una sola de esas preguntas. Una “entendedera” no es, como pensé en mi infancia, una prima hermana de la “enredadera”.  

“Algo es algo”, hoy me hubiese consolado mi padre si no lo hubiera comprado un japonés hace años. Después de su partida, durante años me obsesioné con una imagen: mi padre en el balcón de un departamento frente al volcán Sakurajima, recibiendo los cuidados de un hombre que nos hizo una reverencia antes de comprarlo. Esa imagen desapareció solo cuando leí por ahí que los jóvenes nipones habían comenzado a pasear como una mascota a sus plantas por los parques***. Ironía ausente de malicia (o no), mi imaginación se superpuso a otra imaginación: mi padre había sido reemplazado por una lechuga más abierta al movimiento que él.

¿No decía que estos tiempos nos arrastraban? ¡Qué quieren que les diga! Así como no puedo responder por qué en Japón se pasó del shinrin-yoku o los tamagotchi a pasear plantas, tampoco puedo justificar la imagen de la lechuga que reemplazó a mi padre. Pero si me preguntaran, le diría a cualquiera que esa imagen es tan verdadera como la bomba atómica sobre Hiroshima. ¡Ciertísima!

Perdónenme si me exalto. Por si no han escuchado los post de Leonardo DiCaprio o visto los videos de Greta Thunberg, váyanse enterando: las plantas también nos estresamos. En mi caso, desde mi adolescencia me diagnosticaron formal e informalmente como neurasténica. Y eso me lleva, por fin, al motivo de esta crónica que amablemente me han solicitado mis amigos de tomaterojo (esto también es un mentira, pero haremos acá como que una lechuga ha pasado frente a sus ojos sin su dueño). 

Este sábado, desde el dieciseisavo piso donde se encuentra el departamento de un amigo, contemplé el valle santiaguino. No, eso es otra mentira: debí imaginarlo tras la cortina de smog. Y para continuar las verdades: a estas alturas, más bien, la cortina ya es una frazada bajo la que nos abrigamos cada invierno. No tenemos en esta ciudad (perdóneme provincia el arrebato ombliguista), otro modo de sobrevivir esta estación si no es respirando nuestros propios hedores.

¿Y qué ha hecho al respecto la política pública desde la vuelta a la democracia? Nada o, para ser justos, muy poco. Las medidas han sido tan irrisorias e insustanciales como ventear las ropas de la cama para que nuestra pareja no perciba nuestras hediondeces. ¿Un gesto aparentemente solidario, pero en el fondo absurdo y hasta patético? ¿Otro de los tantos saludos a la bandera del escenario chilensis? Les dejo esa tarea para la casa.

Esa tarde, extraño en mí, llegué a una pronta conclusión: si las plantas votáramos, otra lechuga se pasearía y el panorama sería menos deprimente. Y después, volviendo otra vez a mis naturales tendencias, me pregunté: ¿qué me hacía mejor a ciudadanos y ciudadanas que, diecisiete pisos más abajo, desatendían la peluca tóxica y deshilachada sobre sus cabezas? ¿Debía obtener ese derecho solo por contribuir con mi producción de oxígeno? ¿Era mi alharaca por el derecho a votar otro síntoma de mi neurastenia? ¿No existían otras formas de “ejercer ciudadanía” fuera de las urnas para subjetividades como la mía? ¿Mi derecho a voto no era otro avance si existía ya un “perro presidencial” en este país pronto a aprobar -espero- una nueva constitución? ¿O las justas reivindicaciones de las minorías y disidencias, como las medioambientales, podían silenciarse con ese tipo de gestos o, peor aún, incluso a través del voto?

Y ya casi sin aliento, me pregunté: ¿seguíamos, como decía un escritor chileno hace más de veinte años atrás, en un país más de “demosgracias” que “democracia”? 

Me perdonarán si no respondo a ninguna de estas trascendentales interrogantes en esta columna, sobre todo, a la más importante que le da su título. Si Daniel Matamala hubiera escrito esta columna, probablemente hubieran encontrado aire suficiente como para respirar después de tanto cuestionarse, fueran cuales fueran sus respuestas (¡cuánta fe te tenemos, Daniel!). Sin embargo, quien escribe, vuelva a repetirlo, es lenta de entendederas.

No miento, en desmarañar una respuesta podría tardarme años. Y como pueden intuir, eso tampoco significaría una buena respuesta, sino sólo una. Una respuesta a secas nomás: pelada, sin adjetivo calificativo y, probablemente, errónea. Soy Sucu La Lenta, y me conformo con andar tranquilita por las piedras preguntándome ciertas cosas. Guerra avisada no duele, decía mi padre QEPD. 

*** Mientras redactaba este artículo la autora se enteró de que la noticia era una fake news para burlarse de cierta protesta vegana en China.

Próxima columna de Sucu La Lenta: ¿Por qué las plantas no son asexuales?

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